Comenzamos el Triduo Pascual con la Eucaristía de la Cena del Señor. Y lo hacemos intentando profundizar en el lema del Papa de la Cuaresma: “No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).
Un año en el que vamos teniendo menos restricciones, sin olvidar que el virus todavía puede hacer estragos, y donde se nos va permitiendo volver a la normalidad de la Semana Santa. Hoy podemos hacer el signo del lavatorio de los pies.
La liturgia nos invita a contemplar bien los gestos de Jesús. Este gesto lo equipara a la Eucaristía.
Vemos que Jesús se quita el manto y se pone a lavar los pies a los discípulos. A todos. Al que lo entregará: Judas. También al que lo negará: Pedro. Y a los que lo abandonaron: el resto de los discípulos excepto Juan. Y Jesús nos pide que también nosotros tenemos que continuar con esa manera de ser y estar. Es consustancial al ser cristiano. “Si no te lavo, no tienes parte conmigo”. Por ello, el cristiano es el que lava los pies a los demás, “también ustedes deben lavarse los pies unos a otros…”
Lavar los pies es quitar la suciedad que van acumulando de los caminos polvorientos.
Lavar los pies es curar las heridas que pueden ir teniendo.
Lavar los pies es dar un masaje a los pies cansados, para poder continuar con el camino.
Lavar los pies es también dejarlos presentables para lucirlos.
Lavar los pies es hacer el bien. Hacer el bien a ¿quien? A todos. Es el ministerio de Jesús, que dice los evangelios que pasó por el mundo haciendo el bien.
Hacer el bien a los que acumulan suciedades. En esos casos, depende de lo incrustada que esté esa suciedad, habrá que restregar más o menos. Los que hacen el mal, los que van sucios por la vida. Hay personas que están en esos caminos sucios, porque nadie los a ayudado. Otros porque las circunstancias de la vida los ha llevado por ahí. Ellos necesitan más que nadie del lavatorio de los pies, de nuestro compromiso por el bien. El bien hay que hacerlo a todos. Por tanto, hacer el bien a los que “no se lo merecen”, según los cánones del sentido común. Ese hacer el bien, debería serles atractivo, producirles paz y alegría, para que puedan reconocer la excelencia de la limpieza sobre la suciedad.
Hay que hacer el bien a los que tienen heridas. El agua lava las heridas y ello ayuda a aliviar y a curar. Con qué delicadeza hay que lavar esos pies. Hacer el bien a los que sufren, a los que tienen heridas. Su vida maltrecha está necesitada del aceite del consuelo y del vino de la alegría. En sus vidas hay pocas alegrías, todo son golpes y dolores. Hay que hacer el bien con mucha ternura y amor.
Hay que hacer el bien a los que necesitan masajes. Los pies se cansan de mucho caminar y algunos caminos rotos, nos los cansan más. Los masajes los damos a los pies cansados, y les reconstituye y descansa. Son las personas que también hacen el bien, pero pueden cansarse porque hacer el bien es más exigente, comprometido y peligroso. Necesitan de ese masaje para poder seguir haciéndolo. En este sentido, nos ayudamos también los unos a los otros. Debemos ser apoyo unos con otros. Estamos en la misma barca, remamos en la misma dirección.
Hay que hacer el bien dejando presentables esos pies. Al lavar los pies, podemos aprovechar a hacerle la pedicura. El amor embellece a la persona receptora. Hacer el bien debe ir enfocado a mejorar a la persona en una perspectiva integral.
Como vimos, muchas veces, el compromiso por el bien puede ir decayendo, o por las mismas fuerzas de la persona, o por muchos impedimentos que va encontrando, o simplemente por el ambiente que le arrastra. Me atrevo a decir que es imposible hacer el bien sin cansarse sin la Eucaristía. Si no directamente, indirectamente, gracias a la fuerza de la entrega de Jesús.
Si nuestro compromiso por el bien se alimenta de la Eucaristía, tiene asegurado la continuidad. La fuerza emanada de la Eucaristía es una fuerza inagotable.
Este Jueves Santo, gritemos con fuerza: hagamos el bien, a tiempo y a destiempo, no desfallezcamos, y para ello aliméntate de la Eucaristía.
Agradezcamos el inmenso don que nos ha dado el Señor con su empeñarse por el bien, incluido nosotros.