martes, 7 de mayo de 2019

MÁRTIRES






En esta entrada veremos la historia de los mártires, mientras contemplamos los murales de Erik Cichosz

El reverendo Padre Fray Ignacio de Acevedo, natural de Oporto y adornado de singulares cualidades misioneras, había permanecido en el Brasil alcanzando luego el nombramiento de Provincial de aquella tierra americana. Retornado a Europa por asuntos de su misión, es recibido por Su Santidad el Papa Pío V, de quien era estimado. De manos de su Santidad recibió varias reliquias, las que dejó, o por lo menos algunas de ellas, en Tazacorte.

El General de la Orden de la Compañía de Jesús, San Francisco de Borja, en mandato había dispuesto la misión que dirigió el Padre Acevedo. Y el día 5 de Junio de 1570 salió de Portugal en el referido bajel Santiago, en unión de los treinta y nueve religiosos que le acompañaban para las misiones del Brasil. Desde Portugal puso rumbo a Tazacorte, puerto del oeste de la isla de La Palma, donde habían de tomar un cargamento de azúcar de caña de los entonces magníficos ingenios de Argual y Tazacorte, para venir luego a despacharse en Santa Cruz de La Palma, donde residían  los Jueces Delegados de la Casa de Contratación, autorizados para el despacho de los registros de buques para Indias, llamados ya en 1570 Jueces de Indias.

El bajel de gran porte Santiago debió llegar a Tazacorte alrededor del día 6 de julio de 1570. Había salido de Portugal el día 5 de junio, y suponiéndole con los vientos favorables de ese mes unos cuatro días para arribar a la isla de Madeira, donde permaneció, por causas que se ignoran, veinticuatro días fondeado, y luego unos tres días para alcanzar Tazacorte.

En Tazacorte pudo abrazar el Padre Ignacio de Acevedo a su muy querido amigo D. Melchor de Monteverde, hijo de D. Jácome de Monteverde, y dueños de la hacienda e ingenio de Tazacorte. 

Gratísima ha sido la estancia durante siete días del Padre Acevedo y sus compañeros en la feraz tierra de Tazacorte. A los imborrables recuerdos de la infancia, refrescados y celebrados en la casa de los Monteverde donde se hospedaron todos los religiosos y el Capitán Vasconcelos, se unía el espectáculo prodigioso de aquella tierra ubérrima, fecunda como si la mano de Dios hubiese puesto en estas latitudes templadas, un singular rincón de los trópicos. Islas de Azúcar se llamaron a las Canarias por la fama de sus cañaverales. 

El día 13 de julio de 1570, el Padre Acevedo celebró su última misa en tierra. Fue EN ESTE LUGAR (leer la lápida que está al fondo de la Iglesia). Allí concurrieron con especial recogimiento todos los misioneros y gente libre de abordo, la familia Monteverde y muchos vecinos. Allí comulgaron todos, y allí, en el momento solemne de sumir el sanguis, el Padre Ignacio, suspenso unos instantes, tuvo la Revelación del martirio que había de sufrir. En el cáliz de plata de la ermita, con el que celebró la Santa Misa el Padre Ignacio, quedó una confusa melladura, una señal o huella hecha con los dientes en el momento de la Revelación. (MURAL DEL CENTRO A LA IZQUIERDA)




Terminada la ceremonia religiosa, pudo observarse la huella del cáliz. El Padre Acevedo aparecía como poseído de un extraño brillo difuso, algo a modo de nimbo sobre la piel, de luz con fragancia. Fue entonces cuando, acercándose a D. Melchor de Monteverde y Pruss, le dice que en prueba de la mucha amistad y agradecimientos, y fe en las cosas de Dios, le iba a regalar varias santas reliquias que había recibido en Roma de manos de Su Santidad el Papa Pío V. En efecto, son traídas de a bordo las reliquias entregadas por el Padre Ignacio al Sr. Monteverde y depositadas en esta iglesia y en la Iglesia de las Angustias. (MURAL DE LA IZQUIERDA)



El origen de esta caja de madera, forrada en cuero repujado y dorado, puede constatarse a través de otras arquetas del mismo tipo documentadas en varias iglesias en el siglo XVI.

El día 13 de julio de 1570, la nao Santiago se dispone a salir a la mar, rumbo a Santa Cruz de La Palma, donde tenía que ser revisada y despachada por el Juez de Indias, y a tomar algunos bultos que le faltaban para contemplar el cargamento.

La mar estaba en calma chicha. Una casi imperceptible brisa de la tierra, allá por atardecer de este día, ayudó apenas a salir. El día 14 seguía la nao con sus velas desplegadas, casi al alcance de la voz de tierra, la mar muerta, y ni una miga de aire. A la puesta de sol, las velas quieren como agradecer un terral suavísimo que hace maniobrar a la nave, poniendo proa a la punta de Fuencaliente. 

La noche debió aprovecharse algo porque con las primeras luces del día 15 de julio de 1570, todavía A VISTA DEL PUERTO.

Naves más poderosas y ligeras, naves del pirata Jacques de Soria, le habían sorprendido y dominado en la madrugada. La lucha fue horrible. Los mandos y tripulación del Santiago habían sido muertos ya arrojados al agua. Los franceses de las naves piratas eran hugonotes, calvinistas apasionados. El bajel de los misioneros mostraba desde su escasa distancia al litoral, las huellas indelebles de la lucha, el despojo de la belleza de su aparejo: a medio desmantelar, se apreciaba partido el mayor a los dos tercios del palo macho; jarcias y vergas se habían rendido y caído en desorden sobre cubierta y amuras. Partes del velamen se sostenía aún agarrado a los restos del aparejo, mitad a bordo, mitad en el agua. Y aquellas velas rendidas, mojadas en el salitre de nuestros mares, eran como un sudario simbólico, residuos de la materia que desaparece en antítesis de los espíritus que se eternizan. La flota de  Jaques de Sores había abierto algunos boquetes en las dos bandas del bajel cristiano. Ya se podía contar con una presa valiosa: la nave cristiana que iba a engrosar el poder marítimo del pirata normando, el valioso cargamento de azúcar y otros víveres necesarios.

Aún vivían los cuarenta misioneros jesuitas. De una nave mayor gobernada al pairo a barlovento del abordaje se arría una lancha. En ella se enarbola el trapo negro y su calavera de corso. En los mástiles de los demás bajeles normandos luce también, aunque más chica, la bandera pirata. En la lancha, y a manera de escolta, se colocan unos recios marineros de confianza, cuchillo al cinto. Jacques de Sores aparece seguidamente con su traje de mejor gala. Pone el pie en la primera tabla de la escala de gata, y, como un jinete al montar, salta sobre la borda, y cuidadoso para no ensuciarse, desciende sobre la lancha donde le aguardan, remo en alto, las envilecidas gentes a su órdenes.

Un bogar lento, un aire de pompa miserable, trae aquella lancha despegada del costado del bajel insignia. El pirata, de pie sobre las panas de popa, mira fijo la cubierta de la nao Santiago. En la cubierta del Santiago aparecen los cuarenta misioneros. A la cabeza de ellos está el Padre Acevedo con un cuadrito de la Virgen que le había regalado el Papa Pío V, alentando y consolando en la Fe a los demás compañeros.

Jacques de Sores, a bordo ya del Santiago, propone que los religiosos abjuren la religión Católica. Garantiza perdonarles la vida a todos. Insiste el pirata. La faz de los religiosos se iluminaba más y más con luz inefable. En la última invitación, el pirata pierde la serena prestancia con que había iniciado su diálogo y se asoma a sus ojos un furor sangriento. Hay un silencio de majestad en el aire salado. Todas las miradas convergen en el corso normando, todo arranque y nervio, y en la opuesta ternura de lirio de los misioneros, abstraídos ya en otros paisajes más altos. Jacques de Sores da la orden terrible. Aquella escolta de confianza fue la primera en abalanzarse; y el Padre Ignacio de Acevedo, herido en la cabeza con una espada, a duras penas seguía exhortando a los suyos a perdonar a los verdugos, mientras abrazaba con fuerza el pequeño cuadro de la Virgen. Los cuarenta Mártires de Tazacorte, con el cuello atravesado por los cuchillos, son arrojados a la mar en las primeras luces del amanecer del día 15 de julio de 1570, a la vista del puerto de Tazacorte. Los martirizados fueron dos sacerdotes, siete alumnos del Escolásticado, ocho hermanos coadjutores y veintitrés novicios (MURAL DEL CENTRO A LA DERECHA)



Después del cruel asesinato de los Mártires de Tazacorte, el galeón de Jaques de Sores se traslada a La Gomera junto a 28 rehenes donde es recibido por el entonces Conde de La Gomera, don Diego de Ayala y Rojas. Este, pide al corsario francés que le haga entrega de los supervivientes y así evitar más derramamiento de sangre. Enviados a Madeira pocas semanas después, estos relataron lo ocurrido en el ataque y dichos relatos fueron recogidos en La Relación del martirio del Padre Ignacio de Acevedo y sus compañeros por el jesuita Padre Pedro Díaz.
Santa Teresa de Jesús, (que tenía entre los mártires su sobrino Francisco Pérez Godoy, originario de Torrijos, Toledo), aseguró a su confesor Baltasar Álvarez el mismo día en Ávila haber participado en su oración de la gloria con que el cielo había coronado a aquel invisto escuadrón de mártires misioneros. Le comunicó que había tenido una visión en la que había visto a estos mártires “entrar en el cielo vestidos de estrellas y con palmas victoriosas”. (MURAL DE LA DERECHA)



El Papa Benedicto XIV, en su Bula de 21 de septiembre de 1742, reconoció el martirio de los cuarenta religiosos, y Pío IX en el año de 1862, día de Pentecostés, los beatificó. 

* Los murales fueron realizados con motivo de la celebración del V Centenario de la Evangelización de la Isla de La Palma el 29 de septiembre de 1992.