27 y 28 de Noviembre de 2021
“Estad en vela”
Comenzamos un nuevo año litúrgico. En la introducción de la Eucaristía convendría dejar claro que, en el adviento, la Iglesia celebra dos venidas: la escatológica del Cristo glorioso al final de los tiempos, y la venida en la carne del Hijo de Dios. Por eso, el adviento tiene dos partes distintas. Y no conviene hablar de la segunda parte hasta que llegue el momento porque, de lo contrario, no ayudamos a vivir el acontecimiento que celebramos en la primera parte.
La primera parte del adviento tiene una dimensión eminentemente escatológica. No está dedicada a preparar el misterio de Navidad, sino a celebrar un importante artículo del Credo, el que dice que el Señor de nuevo vendrá con gloria, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos. La primera parte del adviento no se refiere al pasado, sino al futuro; no celebra lo ya acontecido, sino lo que vendrá.
Según lo que esperamos y a quien esperamos, así vivimos. Quien espera, aún en medio de muchos dolores, la curación de una enfermedad, vive con más alegría que quien, sin sufrir tanto, sabe que con su enfermedad tiene los días contados. Quien espera la pronta liberación, aún en medio de sufrimientos e incomodidades, vive con más alegría que quien sólo espera la muerte. Nosotros esperamos la “vuelta” gloriosa del Señor, o sea, esperamos encontrarnos con él al final de nuestra vida.
En este sentido es importante que hoy se proclame el prefacio tercero de la liturgia del adviento, ese que dice que “Cristo, Señor y Juez de la historia, aparecerá un día revestido de poder y de gloria sobre las nubes del cielo”. Y en ese día glorioso “nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva”.
Primera lectura del profeta Jeremías 33, 14-16
Salmo 24 R. A ti, Señor, levanto mi alma
Segunda lectura de la primera carta del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses 3,12-4,2
Evangelio según San Lucas 21,25-28.34-36
Parte 3. Cómo obtenemos la vida en Cristo
PRIMERA SECCIÓN. Para qué estamos en la tierra, qué debemos hacer y cómo nos ayuda el Espíritu Santo de Dios
CAPÍTULO SEGUNDO. «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
EL SEXTO MANDAMIENTO: No cometerás adulterio.
423 ¿Qué opina la Iglesia de las madres de alquiler y de la inseminación o la fecundación artificial?
Toda ayuda por parte de la medicina y de la investigación para concebir un hijo debe detenerse cuando se disuelve o se destruye por medio de una tercera persona la paternidad conjunta de los padres o cuando la concepción se convierte en un acto técnico fuera de la unión sexual dentro del matrimonio. Por respeto a la dignidad de la persona, la Iglesia rechaza la concepción de un hijo por medio de inseminación o la fecundación heteróloga u homóloga. Todo hijo tiene el derecho, dado por Dios, a tener un padre y una madre, a conocer a ese padre y a esa madre y, si es posible, a crecer en el ámbito de su amor. La inseminación o la fecundación artificial con el semen de un hombre extraño (heteróloga) destruye también el espíritu del matrimonio, en el cual el hombre y la mujer tienen derecho a llegar a ser padre o madre exclusivamente a través del otro cónyuge. Pero también la inseminación o la fecundación homóloga (cuando el semen procede del propio esposo) hace del hijo un producto de un procedimiento técnico y no el fruto de la unidad amorosa del encuentro sexual personal. Y cuando el niño se convierte en un producto, surge en seguida la pregunta cínica acerca de la calidad y la garantía de ese producto. La Iglesia rechaza “también la técnica del diagnóstico genético preimplantacional (DGP), que se lleva a cabo con el fin de eliminar a los embriones que no se consideran perfectos. También el recurso a una madre de alquiler, por el que se implanta a una mujer extraña un embrión obtenido por fecundación artificial, es contraria a la dignidad de la persona.
424 ¿Qué es el adulterio? ¿Es lícito el divorcio?
El adulterio consiste en que una pareja tenga relaciones sexuales cuando al menos uno de ellos está casado con otra persona. El adulterio es la traición fundamental del amor, la ruptura de una alianza sellada por Dios y una injusticia frente al prójimo. El mismo Jesús estableció expresamente la indisolubilidad del matrimonio: «Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Remitiéndose al deseo original del Creador, Jesús suprimió la tolerancia del divorcio en la Antigua Alianza. La promesa, que infunde valor, de este mensaje de Jesús es: «¡Como hijos de vuestro Padre celestial tenéis la capacidad de amar para toda la vida!». No obstante, no siempre resulta fácil ser fiel al cónyuge durante toda una vida. Pero los cristianos que provocan frívolamente un divorcio son objetivamente culpables. Pecan contra el amor de Dios, que se hace visible en el matrimonio. Pecan contra el cónyuge abandonado y contra los hijos abandonados. Ciertamente, el cónyuge fiel de un matrimonio que ha llegado a ser insoportable, puede abandonar el domicilio común. Para evitar la escasez de medios, puede ser necesario incluso un divorcio civil. En casos justificados, la Iglesia puede investigar la validez del matrimonio en un proceso de nulidad matrimonial.